Más cerca de los Beatles que de tus discos de jazz.

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martes, 16 de septiembre de 2014

Ella

Ella era de esas de las que se ríen con fuerza y sin taparse la cara. Tenía ciertas manías que siempre me parecieron estúpidas, pero sin duda la que más me gustaba era su manera de ordenarlo todo: sus libros, su ropa, su pelo, mi boca… Tenía la manía de besarme cada vez que me quejaba. Siempre pensé que tan sólo era una forma muy gentil de pedirme que me callase de una vez (y vaya que si lo conseguía), sin embargo, nunca me fije en cómo disfrutaba sabiendo que ella era la única capaz de calmarme. Ella era como ver nevar en invierno y atardecer en otoño, pero todo de una vez. Siempre quiso ser demasiado, aunque tal vez "demasiado" fuese poco para ella; tenía las cosas tan claras que en los días en que algo borraba ese azul que ella acostumbraba a ver, se venía abajo. Nunca conociste el dolor si no la viste llorar, y hasta en eso era espectacular. Lloraba como cualquier crío de dos años e incluso a veces sabía reír al mismo tiempo. Tampoco conociste el cielo si nunca la hiciste reír con los ojos empapados. Ella amaba comer y detestaba a todas las modelos que el resto adoraba. Se pasaba los minutos imaginando mil sitios a los que ir y otros mil donde después pudiésemos malgastar el tiempo. Y cómo lo malgastábamos… A veces me mareaba de tanto oírla reír, y nunca supe por qué pero jamás ninguna risa como la suya me reconfortó tanto. Tal vez ella no se pueda reducir a unas cuantas líneas en las que contar todo lo que me encantaba de ella, empezando por la parte más detestable. No se podrían reducir tampoco las muchas horas haciéndolo en las que ella me miraba como si el mundo se fuese a acabar, pero el mundo éramos nosotros, y hasta aquel momento nosotros éramos eternos. No se podrían reducir las muchas veces en las que ella me agarraba la mano con miedo, vergüenza, o vete a saber qué. Se colaba en mi bolsillo y me miraba con ojos de niña. Hacía bonita hasta a la lluvia, a pesar de lo mucho que se quejaba de ella. Malgastaba su boca fumando, pero hasta eso la hacía sexy. Y aunque ya no esté aquí ni ella, ni su risa, ni tampoco ninguna de sus manías, hoy la siento aquí a mi lado, como cuando cada noche se agarraba a mí susurrándome que, una vez más, yo era el premio de aquel día.

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